miércoles, 11 de enero de 2017

redundancia

Lo diré sin anestesia: me aburren las personas cuando centran su comunicación en la vida de sus hijos. La mayoría de mis amigos y conocidos lo hacen y ellos seguramente no se dan cuenta de ninguna de las dos cosas, ni de que monologan en exceso sobre sus herederos ni de que me cansan cuando lo hacen. Trato de escucharlos porque entiendo que para ellos eso es importante (no sus hijos -quienes son naturalmente importantes- sino el hablar redundantemente sobre ellos) y no es que peque de falso sino más bien de empático, pero en verdad me agotan.

Redunda el mar en su oleaje, el día en su nacer, la noche en su caer, el finito tic tac del corazón y el ritmo de tu respiración; repite la semilla su origen, la migración de ciertas aves, el hambre y el sueño. La naturaleza redunda afectuosamente reiterando ofrendas gratuitas en sus actos. Ojalá mis redundancias sean pocas o al menos te den argumentos de libertad.

Alejandro Zoratti Calvi

domingo, 8 de enero de 2017

el mundo

Me pregunto qué tan sociales deberemos ser para no desaparecer, para no convertirnos en bestias o en dioses.

¿Qué clase de caricia podría adormecernos al punto de que sólo vivamos sin preguntar?

Quisiera que me enfrentes con tus argumentos y me destruyas.

Alejandro Zoratti Calvi

sábado, 7 de enero de 2017

el Wincofón amarillo

Jandri también recibió alguna bicicleta por el Día de Reyes, aunque en realidad no era totalmente suya pues la economía de la casa imponía el compartir todo lo compartible con su hermana. La bici era tan grande que, o se sentaba o pedaleaba, y como además debía usarla con una mujer, no llevaba la barra superior del cuadro, lo que le producía sentimientos ambivalentes porque al mismo tiempo que estaba obligado a usar una bicicleta femenina (al menos era roja) también le permitía pedalear parado sin perjuicio de sus genitales. "-Ya vas a crecer" la habrían dicho sus padres, para justificar que no sólo la bici era varias medidas más grandes que su físico, sino también sus camisas, sus pantalones, sus calzoncillos, sus medias y sus zapatos. Notó que los Reyes Magos pensaban igual que sus progenitores en cuestiones de talles, lo que les otorgaba un aval recíproco. Como sea, aquel velocípedo no fue el regalo que más recuerda de esas fiestas. Su padre era un farmacéutico aficionado a la electrónica. Odiaba a su farmacia tanto como amaba a la electricidad y se pasaba la mayor parte del tiempo arreglando todo tipo de artefactos que la gente le llevaba: radios a transistores, licuadoras, despertadores, amplificadores, tocadiscos, grabadores y televisores, lo que significaba que en la casa del niño nunca faltaba tecnología en cortos períodos de prueba y así tuvo a su alcance electrónicos que jamás sus padres podrían haber comprado, excepto por aquel "Winco" amarillo que la Navidad había dejado un diciembre de los setenta. Jandri no dejaba de asombrarse por la magia detrás de la perfecta caída del vinilo negro de doble surco espiralado sobre el regular giro del plato y la delicada precisión con que se posaba en el lugar exacto el brazo con su diminuta púa. Y entonces, ¡hágase la música! Ahora podía escuchar todos los discos que tenían -que no eran pocos- y gozar de aquel regalo sabiendo que no desaparecería en corto tiempo como los otros. "Música en Libertad", "Mercedes Sosa", "Sui Generis", "Larralde", "Alberto Cortez" y "Tchaikovsky" formaban parte del variado repertorio; todo se escuchaba y se disfrutaba, claro que con gustos desnivelados repartidos según afectase a las inclinaciones de los oyentes de aquella familia. Pero la felicidad que trajo el nuevo artefacto duró -como se dice en mi pueblo- lo que un pedo en un canasto. A los pocos días, más precisamente en la mañana de Reyes, el "Winco" había desaparecido, lo que le revelaba al infante una primera contradicción: durante el sexto día del primer mes del año no desaparecen cosas, más bien aparecen. La inquietud transformada en queja no se hizo esperar y la respuesta que obtuvo fue la punta del iceberg que descubrió para aquel niño la escondida realidad evangélica. Necesitaba saber la verdad: "-El Wincofón se lo vendimos a tu tío para que se lo regale a sus hijas como obsequio de Reyes, pero tu papá va a preparar un mejor equipo para nosotros". Las palabras no son las exactas, pero eso fue lo que dijo la madre de Jandri como punto final del tema, lo que para él se tradujo en: "los Reyes Magos no existen, aún en tus fantasías estás arrojado a la realidad de la familia que te tocó en suerte". Sabía que Papá Noel no era real, ni siquiera estaba en la biblia y además conocía el secreto de su tía Hilda disfrazada de rojo y blanco cada noche del 24, pero los Reyes... ¡los Reyes Magos!. Jandri me mira, hace ademanes con sus manos, con su alma, no puede encontrar una palabra que exprese la fatal desesperanza que sintió cuando pensó en cual de sus dos mentirosos padres habría vaciado los recipientes que contenían el agua y la lechuga que él mismo había lavado para los camellos la noche anterior al suceso. Siempre los imaginó cansados, enormes, silenciosos. Suponía que se quedarían en el pequeño jardín y sólo los tres príncipes de oriente entrarían a dejar lo suyo cerca del árbol navideño, aprovechando la oportunidad de beber y comer algo en ese breve lapso de tiempo. Se preguntaba cómo llegarían hasta la casa sorteando el portón de acceso, o cómo harían para beberse y comerse todo en todas las casas en una noche, en alguna deberían dejar algo. No había claridad en las conclusiones pero tampoco preocupación, al fin de cuentas seguro que esos animales tendrían propiedades mágicas al igual que sus dueños. Recuerda resignado la indefensión experimentada al corroborar que tantas magias se habían derrumbado con un solo golpe, como quien implosiona un gran edificio. Delante suyo estaban las mismas hojas de lechuga fresca que imaginó como alimento de los mágicos camellos, ¡qué torpeza la de su madre el volver a guardarlas en la heladera, como si no las fuera a reconocer! ¡Todas las pruebas estuvieron siempre frente a sus narices, pero qué ceguera!
Ahora llega a su mente -así me lo cuenta- el intenso amarillo de la carcasa del tocadiscos y la gran mesa del comedor donde lo encontró apoyado por primera vez, esa que había construido su abuelo y que, de tanto rayarse, su padre había cubierto de oscuros e irregulares cerámicos, tarea en la que él mismo había contribuido, una gran mesa familiar que ahora su hermana había hecho desaparecer. Con los años comprendió que no fue la entrega del artefacto sonoro lo que lo decepcionó sino una nueva pérdida de confianza en quienes tenía delante suyo sin elección. Para su libertad, Jandri sabe que lo de los reyes no es la única mentira que por alguna razón no razonable, demasiados seres humanos de esta cultura siguen cultivando.

Alejandro Zoratti Calvi