martes, 29 de noviembre de 2016

la vereda de mi casa

La vereda de mi casa
era de piedra irregular,
la cambié por cemento alisado
para un mejor transitar.

Dos geometrías de tierra
alteran su continuidad
para sembrar naturaleza
en toda su vastedad.

Primero planté lavandas
para aromar el espacio
pero unas manos rateras
se afanaron los herbáceos.

Un prolijo cesto de bolsas
coloqué en un sector,
y estacionando p'al orto
lo rompió algún conductor.

Varias veces al año
sembré fértil verdepasto,
mas las mierdas de los perros
cagaban, no daban abasto.

Los putos de los vecinos
son peor que lo peor
ojalá los cague un elefante
y eternice en ellos su olor.

Después vino "la muni"
chantó un cartel en el medio
¡cuidado, escuela cerca!
no le dan bola, es serio.

Desisto ya de hermosearla,
esquive la caca, y si atina
camine usted como pueda
y quéjese a la vecina.

La vereda de mi casa
está en todo su esplendor,
su aspecto es el que merece
este barrio cagador.








Alejandro Zoratti Calvi


lunes, 28 de noviembre de 2016

católico fútbol

"Y para la raza conseguir el ejemplar del porvenir."
Antonio Botta

Las clases de gimnasia -como entonces se les decía- eran una paparruchada. Las opciones se reducían a dos: jugar al fútbol o nada. A Jandri le gustaba ir a la Villa Marista, el centro de actividades futboleras que los religiosos tenían algo alejado del instituto y el traslado siempre se hacía en un micro escolar. Rodeada de árboles en pleno crecimiento, era la cara opuesta al edificio central: naturaleza pura. Dos frescores recuerda de aquel lugar con asombro: el del agua saliendo interminable de los bebederos, la que sorbía agotado al acabarse el juego y el del olor de los eucaliptos, tan fresco como una sombra verde. Era tan mal jugador que padeció el bullying tempranamente (en la católica Argentina, el fútbol es dios). El trabajo del profesor consistía en elegir a dos alumnos como capitanes y luego cada uno de ellos iba conformando sus equipos eligiendo alternadamente y a viva voz a los jugadores restantes. Así como Jandri era siempre el primero en la fila escolar, aquí era irremediablemente el último. Sólo a veces alguno de los capitanes ejercía la práctica de la piedad cristiana y lo nombraba anteúltimo. Él sabía que era pésimo para controlar con sus piernas una esfera de cuero duro llena de aire: definitivamente no le interesaba, no lo practicaba y después de siete años de insistencia social, lo odiaba. Su puesto obligado en aquellos torneos escolares era el de defensor y de ahí le quedó la idea de que los jugadores que son la defensa en cualquier equipo han de ser los peores. Pocas veces corría como loco tratando de dramatizar algún interés en tan banal actividad, un poco como experimento físico y otro como agradecimiento a su líder por haberlo elegido aún como descarte. Cuando todos los jugadores estaban cansados de correr porque ya lo habían hecho durante casi una hora y si de casualidad estaba próximo al arco contrario, el buen capitán samaritano le pasaba la pelota a ver si hacía algo, pero Jandri, sobrepasado por la emoción del pase, rara vez le acertaba. Aprendió a los insultos que los saques desde fuera de la cancha se hacían por sobre la cabeza y aunque parecía una obviedad para todos, nadie se lo había dicho. Por otra parte -y no es que lo defienda- no debemos olvidar su miopía; dado que no podía jugar con los anteojos por el peligro que ello implicaba, sus habilidades se veían notablemente reducidas si se comparaban con las de aquellos arios futbolistas. Cuando podía optaba por nada y caminaba o se sentaba bajo los árboles con algún compañero el tiempo que duraba la clase. Fue ahí donde conoció las pequeñas bayas aromáticas que caían de los plateados eucaliptos, el colchón de la pinchuda pinocha y la pegajosa resina. Dice tener una foto interna del paisaje de pinos pequeños y el alambrado a los límites de aquella villa y su imagen se vela al recordar el momento de la partida cuando el profesor los llamaba para regresar a la escuela, o al pensar en aquella inaccesible casa blanca lindera al predio de juegos donde -según le contaron- vivían unas monjas autoclausuradas a quienes nunca vio. Mirándome canta impreciso la Marcha del Deporte que tantas veces entonó de pequeño, las notas se diluyen y Jandri vuelve al presente. Está por empezar la Copa Bridgestone Libertadores, entonces se pone las Nike flúo y sale a trotar un rato por la costa marplatense.

Alejandro Zoratti Calvi


La Marcha del Deporte
1933
Música: Francisco Lomuto
Letra: Antonio Botta

En un marco de azul celestial
y al rayo solar
va la juventud.
En el pecho un soberbio ideal
y un ansia sin par
de goce y salud.
Una insignia en el corazón
un emblema como ilusión
y en el alma un deseo
de honor y de gloria
que vibra y es siempre emoción.

Luchar, en justa varonil.
Luchar con ansia juvenil.
Y para la raza
conseguir el ejemplar
del porvenir.
Luchar, luchar para triunfar,
luchar y nunca desmayar.
Alentando siempre
la esperanza de imponer
la divisa "Vencer y vencer".

Caballeros del juego hay que ser,
al campo a salir
con fe y con valor.
Adversarios que van a ofrecer
en brega gentil
ejemplo y vigor.
La confianza y la inspiración
del amor a una institución
ha de darnos aliento
y hacer que el esfuerzo
corone de gloria un campeón.

domingo, 27 de noviembre de 2016

la masacre

Un día Jandri se sacó. Era un niño de seis años y en esa época no estaba difundida la educación inicial, de modo que recién experimentaba lo que le ofrecía la gloriosa primaria privada argentina, estrenando su primer año de escolaridad. Asistió a una escuela impecable de impecables pisos, grandes ventanales y pupitres a la antigua, de madera sólida, de esos que aún conservaban el orificio para colocar el frasco de tinta y con un buche debajo del tablero rebatible para dejar los útiles que momentáneamente no se usen o como depósito de los envoltorios de las golosinas. Cada salón contaba con percheros suficientes para que todos los alumnos pudiesen dejar el saco azul marino del uniforme de gala y colocarse así un guardapolvo gris sobre la siempre presente camisa y corbata. El patio usado en los recreos estaba embaldosado y marcado regularmente con pequeños círculos blancos y amarillos de pintura; Jandri debió esperar a su primera celebración del 25 de Mayo para descubrir la función de aquellas huellas.
A los maristas siempre les gustó el orden, tanto que el niño temía no estar a la altura de las circunstancias. Llegar tarde lo vivía como una humillación y si eso pasaba, el enorme portón de madera y hierro se cerraba implacable y a esperar afuera. Para suerte de Jandri eso no le pasó muchas veces y cuando sucedió sus padres lo dejaron ahí solo con los otros pequeños impuntuales, total en esa época no robaban nenes. Su primer día de clases llegó tarde y eso le valió tener que sentarse en el último banco ya que todos los demás estaban ocupados, lo que produjo una consecuencia saludable si se quiere, pues su maestra detectó en poco tiempo que padecía de alguna discapacidad visual: las escrituras en el pizarrón eran para el iniciado estudiante una nebulosa, lo que luego determinó -aún con sus anteojos de miope y seguramente asociado a su escasa estatura- un abono de primera fila hasta el final de la primaria.
Octubre era el mes de María y no había lola. El único programa para la primera hora de clase de todo ese mes era honrar a la madre de Jesús y todos a la capilla. Los que se acordaban de llevar alguna flor formaban una orgullosa fila separada del resto del estudiantado acomodado en los bancos, y a la orden del religioso que siempre llevaba una sotana que alguna vez fue negra, y entonando "Venid y vamos todos con flores a María", la procesión caminaba rítmica hacia la estatua de yeso virginal para depositar allí su ofrenda, rito que daba inicio a la diaria ceremonia mariana. Participar de esa. la más de las veces, corta comitiva floral, valía por un lado para estar en la inestable lista de quienes merecerían participar del cielo tan perdido, evitando el infierno tan merecido y, por otra parte, ser también una especie de indulgencia para toda inconducta escolar a los ojos omnipresentes del hermano Víctor. Jandri aprendió que si en el claustro del conocimiento había orden, en el templo espiritual la disciplina era superlativa. En la escuela podías equivocarte en algo y había posibilidades de no ser descubierto por los humanos, pero en la iglesia eso era imposible porque dios observaba a todos al mismo tiempo, todo el tiempo.
En algún momento del primer grado el pequeño se enfermó de paperas o varicela o sarampión y al retornar a la escuela se le prohibió por una semana participar de la actividad de educación física. El profesor daba sus clases o bien en el patio de los recreos o bien en una villa que la comunidad religiosa poseía en la zona de Camet, alejada del edificio central, al norte de la ciudad, ya que todavía no se había construido el gimnasio que se inauguraría siete años después y su maestra quiso disfrutar del sol mañanero dejando a Jandri solo dentro del aula. Ese fue el momento en que aprovechó sin premeditación para convertirse en Superjandri, un defensor poderoso que luchaba contra los monstruos aterradores que lo hostigaban y no tenía opción: había que destruirlos. Los diabólicos engendros eran hábiles y se escondían disimulados en los lápices asomados en las cartucheras. Sobrevolando el campo de batalla, partía al medio y sin piedad toda bestia que se manifestaba. Como si otro tomara el control de sus acciones, el niño experimentaba una ira que jamás había sentido y no importaba si la monstruosidad era malvadamente gris de escribir o sangrientamente roja para colorear, todas debían ser exterminadas. Superjandri escudriñaba cada pupitre detectando con la precisión de un radar los coloridos y malvados personajes, los tomaba con sus fuertes manos a veces de a tres o de a cuatro al mismo tiempo y los acababa de un golpe decapitándolos sin misericordia, hasta que no quedó ni uno. Terminada la cruzada pensó que si dejaba a la vista semejante desolación de madera y grafito, su maestra y sus compañeros descubrirían su identidad secreta, entonces envolvió como pudo a los cadáveres en hojas de papel y los metió en el buche de un banco desocupado al fondo del aula.
Al regresar, varios niños comenzaron a quejarse de que no encontraban sus lápices. Cuando la maestra notó que no era uno, ni dos, ni tres, sino quince o veinte los que denunciaban las pérdidas, declaró la búsqueda y comenzó el rastreo. Al cabo de unos minutos alguien encontró la fosa común y Jandri fue proclamado culpable de inmediato. El niño lloraba gritando entre lágrimas que nada tenía que ver con aquel desastre, que alguien habría entrado a la sala sin que él se percatara y habría cometido semejante barbarie, pero nadie le creyó. Fue deshonrado frente a sus compañeros y a pesar de haber demostrado ser un excelente estudiante en los pocos meses de su primer grado, le arrebataron de la solapa gris la plateada medalla mariana ganada por su trayectoria escolar. Los padres de Jandri fueron convocados ese mismo día por la dirección, pero nunca supo qué se dijo en aquella reunión y le llamó particularmente la atención el hecho de que su papá no lo castigara, cosa habitual en él como respuesta a cualquier transgresión infantil. Notó que los adultos prefirieron callar el tema.
Con el tiempo se olvidaron de la masacre, todos menos Jandri. De aquel hecho aprendió que debía cuidar las evidencias para evitar ser descubierto y decidió ocultar su identidad hasta algún otro momento oportuno.

Alejandro Zoratti Calvi

domingo, 20 de noviembre de 2016

viernes 17

Es viernes. Sobre el escenario "Violeta Parra" de la Plaza del Agua y apenas pasado el mediodía, dos jóvenes de no más de 17 completan alguna tarea escolar. Unas ráfagas de viento hacen volar las hojas de sus carpetas, pero no manifiestan preocupación alguna por la desaparición de sus deberes, hasta podría asegurar que lo prefieren. Aún así, uno de ellos se levanta desganado oponiendo su lenta velocidad y su peculiar caminar al inesperado movimiento del aire marplatense y alcanzando las páginas rebeldes, las pisa sujetándolas con deliberado desinterés. El otro es físicamente más grande, más robusto y hace unos instantes tenía un pañuelo rojo y blanco como vincha. La temprana tarde es fría a la sombra de los árboles pero quema a sol pleno y en el silencio de la plaza -interrumpido cada tanto por un cotorrerío que proviene de la desubicada antena- se está ideal para una siesta, de manera que, abandonando toda responsabilidad, se quita su buzo oscuro, se pone una remera sin mangas de un cian intenso, se tira boca abajo sobre el piso del escenario, entrecierra sus ojos y deja de moverse. El otro llega con sus rayadas hojas prisioneras sentándose a su lado. Hay luz casi cenital sobre la escena y puedo notar que algo pasa entre ellos. No lo demuestran abiertamente, ni siquiera los conozco, pero lo sé. No pasa mucho tiempo para que el más grande, sin cambiar su posición, acomode su brazo derecho extendido sobre las piernas también extendidas de su compañero y esta acción lo inquieta. Serio escanea con su mirada las pocas personas que se encuentran dispersas por el espacio público, me mira. A juzgar por el movimiento de su cuerpo me doy cuenta de que se siente nervioso con esa extremidad ajena sobre las suyas y tomando una regla transparente comienza a medir las distancias de las distintas partes en que se compone ese miembro amistoso: de la muñeca al codo, del codo al hombro y yo alucino con el mundo de Leonardo. Después, con una lapicera o algún instrumento de escritura, se lo marca. Mientras uno se agita inquieto el otro se deja estar. Sobre las piernas movedizas del que está sentado sigue relajado el brazo del que está acostado y así quedan en tiempo constante, cercanos, apenas tocándose, probándose adolescentemente. Pienso en la primera piel que toqué, las excitantes caricias disimuladas, el olor del amor, el miedo por los otros. Se me hace vívida aquella clase de baile de cuerpos pegados, a escondidas, donde nunca nos dijimos nada. Recuerdo otra vez aquel día de Navidad juntos en la cama (hubiera ido al fin del mundo con vos). Miro el reloj, se acerca la hora de ir a mi trabajo así que me levanto del duro asiento de madera y metal y camino rumbo al auto, mientras ellos dos se quedan eternos sobre el escenario iluminado de la plaza.

Alejandro Zoratti Calvi

jueves, 10 de noviembre de 2016

manuscritos

Miscelánea teológica, c. 764-783
 Presupuesto de albañilería, 2016

dólares y religión

Octubre se movió hacia los afectos cercanos. Simultáneamente cobraron protagonismo personas a quienes tengo ubicadas en la frontera entre conocidos y amigos (desconozco en q límite estaré yo para ellas). Uno es el marido d una gran amiga de años, quien desapareció en medio d un escándalo financiero. Luego d dos semanas críticas cayó preso y esto recién empieza. El otro -un ex cura- reapareció luego d algunos años d distanciamiento y la otra noche, entre cervezas y picadas, le puse en palabras la atracción q me provocó cuando lo conocí. Ausencia y presencia son igualmente potentes. Los actos q ambos realicen también determinan mis acciones y con notable transparencia me he reconocido diferente, me he descubierto más libre q antes. En las aguas a las q he sido arrojado no hay sustancia q me ancle ni dependencia q me hunda, ejerzo el antipaternalismo con decidida autodeterminación y por contraste cada día se me revela con entusiasmo las formas estancadas d esta sociedad irreflexiva: materia y espíritu pueden ser igualmente una peligrosa sobrecarga.

Alejandro Zoratti Calvi